Es notable la diferencia que hay entre viajar en el primer vagón o en el segundo de un subte. No sabía qué motivaba a apretujarse a los pasajeros de la línea E. Y a hacerlo hasta el amalgamiento general de cuerpos, sólo con el objetivo de subir en el primer tramo de la formación de Metrovías. Hoy pude comprobar que la necesidad hace a la cosa. La gente que llega tarde se apretuja en el primer espacio del primer vagón. Pero de tal forma que los últimos en ingresar empujan como si ya no fueran a hacer otra cosa más en sus vidas. Deben subir sí o sí. Y los que ya están adentro se afirman en los pasamanos y no ceden ni un milímetro de espacio, de modo tal que la persona que empuja se dé cuenta y desista de subir. ERROR! Cuanto más inmóviles se quedan los anteriores, peor se pone la cosa. Lo que me resulta terriblemente lamentable es que recién empezamos a acomodarnos cuando el subte llega a destino final. Viajamos todo el trayecto en medio de un hedor insoportable, intentando robar una simple bocanada de aire, hasta que llega ese mágico instante en el que nos vamos dando vuelta de acuerdo con el lado de la puerta que se abrirá. Por fin hay espacio para todos, en una grata comodidad sin apretujamientos. Pero la batalla vuelve a iniciarse cuando los apurados quieren bajar: empiezan a empujar los que antes se resistían a que los otros entraran. Los empujones los sentís de atrás y rezás para no salir despedida de la formación y tropezar en el andén. Lo mejor es que cuando llega el turno de subir las escaleras, en las mecánicas la gente “apurada” corre o camina, volviendo a poner en peligro a los que simplemente suben como corresponde, vale decir, dejándose trasladar por la cinta escalonada. Pero volviendo al tema de los vagones, tengo la sensación de que en el subte uno no viaja, sino que lo transportan. Y me atrevo a segurar que peor que el ganado.
Ammé Bisau
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