A la hora de la siesta, cuando nos juntábamos los primos, los amiguitos del barrio o los chicos del colegio, sobre todo si llovía… o cuando en el cumpleaños quedábamos unos pocos… pintaba el cuarto oscuro. Era uno de los juegos más subidos de tono que recuerdo: elegíamos la habitación más oscura y cerrábamos bien las persianas. Mientras uno se quedaba esperando afuera, los demás nos escondíamos en la profundidad de los muebles, excepto uno que, antes de meterse debajo de la cama, apagaba la luz (más tarde era todo un tema volver a encontrar la perilla para encenderla). Había que hacerse chiquito, enroscado y quedarse en silencio. Lo ideal era pegarse al chico que te gustaba, aprovechar los pequeños movimientos para entrar en contacto.
Cuando todos lográbamos quedarnos bien quietitos alguno le avisaba al de afuera que podía entrar. El que entraba debía hacerlo cerrando los ojos, y después, dar con algún cuerpo en la negritud del cuarto. Una vez que detectaba a alguien, tenía que, a través del tacto (y acá venía la parte “jugosa” del jueguito), primero, deducir si era nene o nena (algunos tardaban más de lo debido en esta instancia…), y por último, decir su nombre en voz alta. El “tocado” tenía que tratar de “ni respirar” para no ser descubierto, ya que si era desenmascarado, se convertía automáticamente en el siguiente que salía. Algunos jugadores conocían minuciosamente el territorio y cada uno de sus huecos, mientras que otros no tenían ni idea. Así, los conocedores tenían algún escondite estratégico, pero ocultarse se hacía difícil si alguien ya se había apropiado de ese lugar.
En realidad, el objetivo subliminal del juego consistía en tocar lo que no nos animábamos con la luz prendida, darnos inocentes besitos a escondidas, rozar una mano disimuladamente con la otra... Pero todo se enfriaba cuando ocurrían los pequeños “accidentes”: un pisotón en la cabeza de otro, un codazo, el desmoronamiento de las sábanas... Y también, la presencia de algunos “más chiquitos” que interrumpían los mejores momentos: “Prendan la luz que tengo miedo”, gritaba el hermanito menor de la dueña de casa. Llantos, quejas y hacer las paces para empezar de nuevo. Pero esos primeros roces convirtieron al cuarto oscuro en uno de los juegos preferidos de mi infancia.
Ave Larga
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